El Sueño de los Muertos

Era el Día de los Muertos, y ella estaba allí. Como el año anterior, y el anterior, y todos aquellos desde que mis ojos recuerdan. Estaba sentada en el suelo polvoriento, junto a un puesto ambulante de dulces tradicionales que exhibía el mejor pan de muerto de México, viendo pasar la cabalgata de disfraces. Miles de personas vestidas de monstruos y espíritus, riendo, chillando, cantando, bailando. Vampiros, hombres lobo, zombis, padres de familia, amigos borrachos, niños alegres, velas encendidas, tambores y flautas silbando. Todos celebrando, de supersticiosos a creyentes, fiesteros y vulgares. Todos salvo la niña de rostro ceniciento y pupilas dilatadas quien, disfrazada de su alma, vestía de blanco y su faz era una máscara de tristeza, y sus ojos negros como simas, como la noche sin luna, ojos de lágrimas resecas que escrutaban las calles y las caras y los trajes, buscando, siempre buscando, movida por un hambre insaciable, por un anhelo inalcanzable.
Aguardaba, silenciosa, ajena al bullicio, como un fantasma espectador que regresa al mundo de los vivos por una noche para ver a un ser querido pero sin poder hacerse presente. Sufriendo más que nadie, pues estaba tan cerca y tan lejos de lo ansiado.
Ante ella desfilaron una bruja que leía el destino, un demonio que vendía la vida, un alma en pena que lloraba, una Catrina que ofrecía flores. Pero no hizo caso a ninguno, pues nadie de entre ellos podría realizar su deseo. Pasó también un ángel pálido que cosechaba con su gran guadaña negra. La dama de gris y sombras le sostuvo la mirada, oscura como el cielo sin estrellas. Después esos ojos negaron y retomó su camino en la procesión. La chiquilla observó su esperanza desvanecerse en la marabunta de cuerpos y cadáveres, de polvo y humo, y se quedó sentada, de nuevo, en el sucio pavimento.
La noche llegó a su fin y con ella la celebración. La gente regresó a sus casas y los espíritus a sus sepulcros. La niña se quedó dormida con su vestidito blanco y los ojillos cerrados, soñando mares negros con rostros de muertos. Una vez más, había pasado su oportunidad.
Pero seguiría esperando. El próximo año también estaría allí, junto al puesto de dulces, y al siguiente, y al siguiente. Las demás personas irían y vendrían, algunas ya no volverían, pero ella permanecería, inamovible como una roca erosionada, vigilante como un árbol centenario, aguardando, paciente, eterna. Esperando un oráculo de bruja, un pacto de diablo, un secreto de ánima doliente, una flor de la calavera. Esperando que la dama de gris le tendiese la mano, rogando vislumbrar en la noche las figuras que su memoria atesoraba.
Y, como cada Día de los Muertos, acabaría la víspera y ella seguirá sola, sin hallar lo que buscaba, sin encontrar a quienes añoraba, entre los vivos disfrazados de muertos y las almas vestidas de anhelos.

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