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Los signos del otoño

Cuando los árboles tiñan sus hojas De oro, sangre y lodo Y caigan con feroz abandono; Cuando los pájaros cesen su trino Y se preparen para abandonar el nido Y alzar el vuelo a un lugar desconocido; Cuando Céfiro aúlle y se levante Llevando este mensaje Por los bosques y los montes distantes; Cuando la tierra dé sus últimos frutos, La vid y la vida que derraman sus jugos, En el suspiro agonizante de muchos; Cuando los cielos se cubran de nubes, Fraguando las próximas tempestades Bajo los infinitos grises de sus tonalidades; Cuando el frío regrese de su exilio Para reclamar su dominio Sobre el implacable sol del estío; Cuando las profecías de los hados Auguren el fin de los días alargados Y el dominio de los astros helados; Cuando el fuego crepite y sisee Como la serpiente que se envanece Justo antes de desvanecerse; Cuando el rey caduco despierte Tras su tenebroso letargo, Pintando el mundo de castaño; Cuando se c

El (no) genio femenino

Mi madre dice que debo ser un bicho raro porque no sé lo que es el genio femenino. Gracias, mamá. Me ha emocionado. Sobre todo porque tienes razón. Llevo semanas intentando sacar una idea para este certamen, golpeándome contra la mesa y el sentido común que aún creo poseer, creando y desechando un pensamiento tras otro, cavilando frases y ejemplos en busca de la inspiración. Todo para quedarme, día tras día, delante de la página en blanco con la mente incluso más blanca. Ahora, la tarde antes de la fecha de entrega, he llegado a la conclusión de que no sé escribir sobre esto. Tampoco es algo nuevo, llevo avisándolo desde que leí el título. Aunque en ese momento todavía me quedaban esperanzas, si es que las llegué a tener alguna vez. La verdad es que, aunque ya sabía que me sería imposible, me ha supuesto una gran decepción descubrir que, efectivamente, no puedo hacer nada al respecto. Siempre digo que un escritor debe saber escribir de todo. Y aquí estoy yo, faltando a

Un motivo para sonreír

La noche anterior había nevado, y por las calles blancas, a pasos breves y deteniéndose de vez en cuando para admirar la belleza de tan inusual paisaje, avanzaba una joven. Se llamaba Aura y había salido a dar un paseo. Enfundada en un abrigo negro y con una bufanda beige de cachemir hondeando al cuello, daba ocasionales saltitos al compás de Stairway to Heaven para calentarse. En un momento de su camino sus pies se detuvieron ante una triste visión: un anciano, ataviado únicamente con una zarrapastrosa chaqueta y cubierto por una raída manta, yacía recostado en el suelo helado. Aura sintió que se le encogía el corazón, así que se acercó al él con la intención de darle alguna moneda. Al oír la nieve crujir bajo sus botas, el anciano alzó la vista y sus miradas se cruzaron. La suya, deteriorada como él, reflejaba la profunda desesperanza de su alma y el hastío de vivir que pesaba sobre él. La de Aura, en cambio, brillaba con la fuerza de quien toma una acertada decisión. Su mano dejó

El Sueño de los Muertos

Era el Día de los Muertos, y ella estaba allí. Como el año anterior, y el anterior, y todos aquellos desde que mis ojos recuerdan. Estaba sentada en el suelo polvoriento, junto a un puesto ambulante de dulces tradicionales que exhibía el mejor pan de muerto de México, viendo pasar la cabalgata de disfraces. Miles de personas vestidas de monstruos y espíritus, riendo, chillando, cantando, bailando. Vampiros, hombres lobo, zombis, padres de familia, amigos borrachos, niños alegres, velas encendidas, tambores y flautas silbando. Todos celebrando, de supersticiosos a creyentes, fiesteros y vulgares. Todos salvo la niña de rostro ceniciento y pupilas dilatadas quien, d isfrazada de su alma, vestía de blanco y su faz era una máscara de tristeza, y sus ojos negros como simas, como la noche sin luna, ojos de lágrimas resecas que escrutaban las calles y las caras y los trajes, buscando, siempre buscando, movida por un hambre insaciable, por un anhelo inalcanzable. Aguardaba, silenciosa, ajen